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miércoles, 30 de noviembre de 2011

VI - La Sangre



La herida se abrió en el costado de aquel hombre, haciendo que la sangre brotase en un chorro abundante que le empapó el rostro
Escupió parte de ella, cayendo de rodillas estremecido por el asco de haber tragado sangre humana.
Estuvo un rato a cuatro patas, escupiendo sangre y tosiendo, estremeciéndose.
Penosamente se puso de pie, ayudado por algún compañero y se encaminó de vuelta a casa... bueno, si podía llamarse casa a un barracón que apenas se tenía en pie, donde dormían al menos veinte hombres más.
Se tendió en el catre y se arropó con la basta manta de lana, presa de temblores y convulsiones.
Se durmió y su sueño estuvo plagado de pavorosas pesadillas.
Rostros sin forma le gritaban incomprensibles palabras en una lengua desconocida, parecida a la que hablaban los lugareños, pero desconocida a la vez.
Le nombraban, le gritaban... Manos señalándole acusadoras.
Despertó de golpe en mitad de la noche, se incorporó de golpe en el catre, desorientado y confuso, cubierto de un sudor frío que le hacía apestar, mezclado con la sangre reseca que aún quedaba en su ropa.
Se levantó pesadamente y, aun ligeramente mareado se dirigió al exterior del barracón, en busca de un poco de agua para lavarse.
Tras dejar atrás a dos puestos de guardia que le miraban con rostros ceñudos y desconfiados, llegó al arroyuelo creado a base de desviar parte del curso del río que pasaba cerca y que surtía de agua al recinto.
Dejó a su lado la lanza que había usado para ayudarse a caminar y reparó en que aun estaba cubierta por la sangre reseca y costrosa de aquel hombre y trató de lavarla en el río, pero la sangre no se iba y decidió deshacerse de ella.
Se acercó al barracón del herrero y le arrojó al primero que vio la lanza diciendo:
-Fúndela para hacer una nueva
El herrero judío miró la sangre que cubría la lanza
-Podéis coger una de estas, mi señor -señaló una pequeña hilera a la izquierda de la zona de trabajo- son las que hacemos para los suboficiales
Longinos, decurión de las legiones romanas en Galilea cogió una de las lanzas y volvió a su catre tambaleándose, mientras el herrero judío se sentaba, con la lanza manchada en las manos y llorando en silencio
-Esta lanza fue la que mató a mi señor Jesuah y su sangre la que está en ella. Nunca podría destruir algo tan sagrado como la Sangre del Mesías
Y con infinito cuidado, desmontó la Lanza de su astil y la envolvió con un sudario negro, forrado de suave lino blanco, depositándolo después en una sencilla caja de madera.

2 comentarios:

Anita dijo...

Puff, lo he leído con los ojos abiertos como platos. Sigue así, Alberto. Tengo ganas de leer la próxima entrega a ver cómo van encajando las piezas. Me ha parecido muy bien narrada, como te dije, muy visual. Me gusta. Esperaré la próxima.

Alberto Abad "El Garras" dijo...

Gracias Anita, la verdad es que me esta saliendo mas facil de lo que pensaba...