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domingo, 27 de noviembre de 2011

IV - El Libro



-¿Todo ha quedado sepultado?
-Así es. Nadie lo sabrá nunca.
Se levantó de su silla y se dirigió a la ventana, donde un cielo gris del atardecer anunciaba otra noche de lluvias.
-Bien, no queremos que esto sea conocido por el pueblo, perderían su fe en nosotros y eso es algo que jamás debe ocurrir.
La figura que vestía de riguroso negro permanecía con la rodilla hincada en el frío suelo de piedra, en aquel despacho sumido en las sombras, donde sólo la temblorosa luz del fuego de la chimenea otorgaba alguna luz, mientras el otro se acariciaba la barba de color castaño.
-Nos ha costado mucho acallar a los que se rebelaron tras lo de Molay, no voy a consentir que se alcen de nuevo y en mayor número si se enteran de lo que tratamos de acallar aquí. Nadie, repito NADIE debe conocer estos hechos, ese fue el gran error de mi predecesor, permitir que se supiera lo que hacía con esos... esos herejes impíos.
-Mi Señor, si me lo permitís...
-No te permito nada, harás lo que te ordenamos sin rechistar, ser nuestro hermano no te confiere más derechos que a los demás.
-Lo se Mi Señor, no era sobre eso.
-¿Y sobre qué es?
-¿Creéis que es prudente tener aquí la caja, sabiendo lo que contiene?
-Mientras no caiga la noche no habrá riesgo
-Pero Señor, este ser infernal
El de la barba se volvió con tal furia reflejada en sus ojos que el de negro retrocedió asustado, casi arrastrándose por el suelo.
-¡¡Jamás digas semejantes palabras del Hijo de...!! - sus puños estaban cerrados con tal fuerza que estaban lívidos los nudillos- Aunque lleve apenas unos meses en este sagrado puesto no permitiré que...
Respiró profundamente, tratando de calmar su furia.
Se acomodó el manto dorado que tenía sobre los hombros.
Se dirigió a su mesa y cerró el enorme tomo que había en ella. Cerró el candado que sujetaba el armazón que rodeaba al libro, encerrándolo entre gruesas láminas de hierro al hacerlo, tras lo cual hizo sonar una campanilla que había en si mesa.
Dos vestidos de negro entraron al despacho y, con gran esfuerzo, alzaron el enorme libro y lo metieron en una alargada caja, cubriéndolo con un sudario de pesada tela negra forrada de inmaculado lino blanco, en la que descansaba un cuerpo de piel tan blanca que parecía alabastro, con una profunda herida en su costado y un rostro de paz, lograda en la muerte.
La caja fue cargada en un carro y un monje se subió al pescante, dispuesto a llevarla a su destino por cualquier medio, pero no podía saber que, unas millas más adelante, sería asaltado y muerto, siendo el carro robado.
Inocencio VI se sentó en su despacho, mirando sombríamente las llamas de la chimenea, pensando en el oscuro secreto que viajaba en el carro, cavilando en si debió haber mandado una escolta armada con él, aunque desechó la idea.
El pánico a que se conociera lo que contenía superaba cualquier otro pensamiento. Y, de todas formas, en pocos días cruzaría los Pirineos y llegaría a Santiago, donde estaban esperando para asegurar el descanso eterno de...

2 comentarios:

Anita dijo...

Esta sería la primera parte ¿no?... al menos por ahora que ya te veo venir. Me sigue gustando tu forma "cinematográfica" de narrar. Muy visual. En este caso me ha gustado tu utilización de los colores. Muy buen relato, Alberto. Seguiremos esperando una posible ¿precuela? ¿secuela? ¿Con qué nos sorprenderás la próxima vez?

Alberto Abad "El Garras" dijo...

No se ya vere... igual lo suelto de golpe todo o lo hago por entregas... tengo que tener cuidado con lo que digo desde ahora, que lo que resta es el origen de todo, a menos que lo alargue como en Jolibú jajajaajajja