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viernes, 16 de diciembre de 2011

VIII - El Polvo


Una suave brisa recorría la árida llanura.
Una noche de luna llena había caído sobre la yerma comarca del norte de Italia. Una zona muy golpeada por la pertinaz sequía de los últimos años, donde una mísera aldea apenas sobrevivía, formada por unas pocas casas de labriegos y un pequeño convento de ascéticos franciscanos.
Uno de los labriegos, un viejo al que todos llamaban loco por tratar de sembrar en las llanuras al norte de la aldea, había ido contando una historia sobre cajas enterradas y figuras aparecidas, que había preocupado al viejo prior del convento, un individuo tan viejo como escuálido.
Este hecho tan sorprendente, de inmediato había hecho empezar a persignarse y rezar a los cerca de cincuenta, entre aldeanos y monjes, que formaban la pequeña comunidad, asustados ante la reacción del Prior, que siempre había parecido no temerle a nada.
El viejo labriego estaba tan asustado que había permanecido mudo en el mismo taburete en el que le habían sentado cuando llegó, gritando con voz ronca y desesperada, entre sollozos y alaridos que desgarraban el alma, pidiendo ayuda y gracia divina a los monjes. Sus viejos brazos aporreaban la puerta del convento, con tal terror en su rostro, que hacía pensar que se habían abierto ante él las mismas puertas del infierno.
El Prior no hacía sino susurrar para si mismo incompresibles retahílas, frotándose las huesudas manos, mientras paseaba arriba y abajo por el refectorio del convento, donde se habían reunido todos los monjes y aldeanos, que miraban asustados al endurecido monje.
-Padre Josephus -se atrevió a decir en un murmullo uno de los monjes- ¿de verdad creéis lo que este hombre cuenta?
Josephus se detuvo y miró al monje con evidente pánico, no exento de sorpresa, en su rostro. Se acercó al monje y, poniéndole una mano en el hombro, le miró a los ojos y susurró:
-Bendita la ignorancia que tenéis, hermano Philipus, pues no se altera vuestra alma con la certidumbre del conocimiento.
Josephus se alejó unos pasos y dijo en voz alta:
-Hermanos, hijos míos, hay algo que debo hacer... algo que, posiblemente no me permitirá volver a vosotros como es mi deseo -los monjes se adelantaron con miedo repentino, algunos alargando las manos hacia él- mas no debéis temer, pues quedáis en las manos del hermano Antonius, al que nombro Prior del convento... por si yo no volviera.
-Pero Padre, dejad que os ayudemos en esa tarea que decís -dijo contrariado el llamado Antonius, un monje de avanzada edad y descarnado rostro que parecía haber sido atacado por termitas, de tan picado de viruelas- si vamos varios seguramente...
-No hermano -dijo el prior con voz tajante, aunque aún se veía en ella el miedo que lo atenazaba- esto es algo que debo hacer yo mismo, pues los pocos que podrían hacerlo, están seguramente muertos ya.
Josephus salió del refectorio, no sin antes bendecir a todos y cada uno de los que había en la sala y poner una mano en el hombro del tembloroso labriego.
Sus pasos le llevaron a su celda, un cuartucho diminuto en el que tan sólo había un camastro hecho de paja y un par de exiguas mantas en un rincón del suelo y un taburete al lado de una minúscula mesa, donde acostumbraba a escribir.
Se arrodilló ante la sencilla cruz que había en la pared y susurró una oración. Después se dirigió al rincón del camastro y retiró la paja.
Removió una piedra suelta de la pared, la mas baja y casi enterrada en el suelo y sacó de ella una viejísima caja de sencilla madera ennegrecida por el tiempo.
Con ella bajo el brazo salió de la celda y se encaminó a la celda de Antonius, donde le dejó un rollo de pergamino sellado y lacrado, que había guardado durante incontables años, listo para serle enviado a ella.
Tras eso dirigió sus pasos fuera del convento, se detuvo en la puerta, ya cerrada tras él y susurró:
-Si todo va como creo, no volveré, pero vosotros estaréis a salvo.
Y tomó después con paso rápido la senda que llevaba al lugar donde el viejo labriego había afirmado que le ocurrió el incidente.
Mientras caminaba no podía sino tratar de cavilar como era posible que eso estuviera pasando en esta tierra.
A la exigua luz de la luna, el blanquecino terreno parecía brillar y pudo distinguir la silueta del viejo y destartalado arado que había quedado abandonado.
Realmente había una caja desenterrada... la misma caja que creía haber dejado en lugar seguro, tan lejos de allí.
Sacó la cajita negra de debajo de su hábito y de ella extrajo un hatillo negro que deshizo con cuidado infinito.
Una punta de lanza hecha de bronce, cubierta de sangre reseca, pero aún roja y brillante como el rubí, emergió del hatillo y la sostuvo en su mano, apretándola con sorprendente fuerza.
El corazón le latía violentamente en el exiguo pecho, como hacía incontables años no lo sentía latir. No desde que ella le encomendó la misión.
Se acercó a la caja y vio lo que estaba esperando, la Bestia estaba consumida, pero aun pataleaba, regenerando su cuerpo por la acción de la luz de la luna.
Si llegaba de nuevo el sol, la Bestia no despertaría a tiempo de refugiarse, era necesario hacer el sacrificio.
Se situó de pie junto a la caja y con un gesto rápido se clavó la lanza en el costado, haciendo que un chorro de sangre manase de él, como si de una fuente se tratase.
-Padre, entrego mi vida para que tu Palabra sea protegida, para que la Humanidad permanezca ignorante, para que Ella no desvele el secreto, que mi vida reviva al Avatar de la Humanidad.
Cayó de rodillas, sintiéndose cada vez más frío y débil.
-Mi señor Jesuah, mi Maestro, tu me encomendaste ser el alimento de la Bestia, cumplo tu voluntad
Silencio al principio.
Mas un susurro sordo se elevó de los restos a medio recomponer en cuanto la sangre empezó a impregnar el polvo que ni el aire había dispersado y este empezó a bailar, a flotar alrededor de Josephus secando su cuerpo y, poco a poco, disolviéndolo hasta que se confundió con el que le rodeaba, formando después una vaga figura que no era sino un cascarón vacío, una imitación de cuerpo.
La Bestia se alzó y palpó su costado, donde la herida le mostraba su falta de humanidad.
-Otro hermano ha pagado el precio de mi permanencia en este mundo -murmuró viendo los trapos que habían sido el hábito de Josephus- ya sólo quedan tres de ellos.
Observó el arado clavado en la caja y un jirón de su propia mortaja, parcialmente quemada por su inmolación diurna y creyó saber que había pasado, así que sin darle más vueltas, empezó a cavar febrilmente con una vieja azada que había allí.
Cuando logró hacer en la dura tierra un agujero lo bastante grande, se metió en él, tras coger la lanza y se cubrió de tierra, no sin antes envolverse en la negra tela que había junto al hábito, dejando el forro de lino blanco hacia el interior.
Permaneció allí, tendido en la oscuridad, escuchando como la gente pasaba por allí, llamando a Josephus, mientras él lloraba sin lágrimas por ser el causante de la muerte de Josef, su hermano, su compañero cuando ambos seguían a su Maestro.
Ya entrada la noche, Iscariote salió de su nicho y se encaminó, en medio de un fuerte viento nocturno que hizo volar el trapo que le cubría, hacia el norte, buscándola.

4 comentarios:

Anita dijo...

Intrigante, muy intrigante. Sigues manteniendo la tensión del relato y eso va a hacer que, cuando los unas, sea una tensión constante. Bueno, ¿qué puedo decirte nuevo después de comentarte el resto de los relatos? Que estoy esperando la siguiente parte para ver en qué queda este rompecabezas que nos estás haciendo montar. Me encanta y sigue asombrándome cada vez que pones una nueva. Va a quedar un relato magnífico, en serio.

Alberto Abad "El Garras" dijo...

Gracias, vas a hacer que me ponga rojo jajajajajaja

Anita dijo...

Pues mira que lo dudo ¿eh? XD Por cierto, me gusta cómo has redecorado el blog.

Alberto Abad "El Garras" dijo...

Pues no dudes tanto jajajaja

Podrias abrirte uno para ir poniendo a los Caballero ¿no crees?

Se hace en un pispas